Aislamiento sin previo aviso
- María López Brhili
- 22 dic 2021
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 29 dic 2021
Casi dos años en los que no hemos aprendido a frenarnos

Era demasiado singular la situación de Alerta Sanitaria que estaba ocurriendo en Wuhan, China. No acababa de preocupar a nadie, aunque sí es cierto que algo nos asustaba. No eran pocas las bromas que aparecían en redes sociales sobre lo que estaba ocurriendo. Éramos bastante ilusos pensando que lo que ocurriese a diez mil kilómetros no nos podía afectar a nosotros.
-Estamos en España y eso ocurre en China.- decíamos.
-Eso no va a llegar hasta aquí.- respondía otro.
El 15 de febrero de 2020 se informó de la primera muerte por coronavirus fuera de Asia, en Francia, uno de nuestros países vecinos. A pesar de esto aún eran pocas las personas que mostraban preocupación por lo sucedido. Aún recuerdo como se celebró el bautizo de mi sobrino Daniel. Éramos 150 personas en un restaurante, una sala cerrada para nosotros, en la que comíamos, bailábamos y nos abrazábamos. Es asombrante cómo no nos contagiamos ninguno, al menos que sepamos, tras estar en una fiesta en la que asistieron familiares procedentes de diversas ciudades de España.
“Ya van más de 50 contagiados por coronavirus en España. Verás como acaba la cosa”, decía Andrés, un trabajador y amigo de la familia. “No te preocupes Andrés, esto es como cualquier gripe normal”, le respondíamos. Un mes después, en mi piso de estudiante, en Sevilla, me encontraba a las 20:00 hrs en frente de la televisión, esperando a que el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, saliese en la que sería de sus primeras ruedas actualizando los datos de la Covid-19 cada dos semanas.
Así fue como empezó un confinamiento de solo dos semanas. Eran pocos los que creían que serían así, algunos apostaban por un mes, otros por tres semanas,... La declaración del 12 de marzo no dejaría desapercibido a nadie. Amigos, familiares, conocidos, todos ellos se sentían unidos por unos mismos sentimientos; desolación, miedo e incertidumbre. “¿Pero hasta cuándo no vamos a volver? No sé cuánta ropa llevarme, si no voy a salir de casa”, repetía una y otra vez.
Aún recuerdo los sentimientos que inundaron mi cuerpo al escuchar que mi vida universitaria se acabaría en ese instante, era poca la esperanza que habitaba en mí. Se notaba en la forma en la que lloraba. No lloraba por miedo del virus, lloraba porque sabía a quién iba a echar de menos. Aproveché esa última noche de libertad y decidí invitarla a cenar, no sabíamos hasta cuando sería la próxima.
Aunque esto ocurriese un 12 de marzo, yo no conseguí marcharme de Sevilla hasta el 15 de marzo. La gente estaba asustada y había empezado a ser un poco consciente de lo que podría suponer llevar a extraños en sus coches. Así fué como me cancelaron el blablacar. Mientras leía el grupo de blablacar Almería-Sevilla, los conductores se decían unos a otros:
- Es mejor pagarse la gasolina uno mismo a contagiarse.
- Yo cancelo mis plazas, decido viajar solo con mi mujer.- respondía otro.
En ese instante y sin saber muy bien qué debía hacer decidí buscar vuelos. Me metí en la página de Iberia y buscaba vuelos disponibles. Era todo un caos, con miedo de una posible cancelación decidí comprarlo. Llegó el día de irse a casa, esperaba la hora para irme, mi vuelo salía a las 19:30 hrs y a las 13:30 hrs recibido un SMS y un email: “Disculpe las molestias, debido a la situación de Alerta Sanitaria este vuelo ha sido cancelado” Ahora si lloraba de miedo, tenía miedo de quedarme sola en Sevilla, mis compañeras de piso, Anabel y Andrea, se iban en coche a sus casas, Puerto de Santa María, Cádiz, y yo no sabía cómo me iria, si me quedaría sola.
Andrea, que además de ser mi compañera de piso también era mi pareja, me decía sin parar: “No te preocupes, son las 14:45 hrs.Vamos a Plaza de Armas y comparamos un billete de autobús”. Efectivamente, era la única solución que encontraba en ese momento, aunque no me gustaba la idea de ir en un autobús completo, y menos sentada al lado de un desconocido. Finalmente tras 5 horas y 15 minutos de viaje llorando por la A-92 llegué a mi casa. Ya estaba en Almería. Esa noche le pedí a Andrea que no me llamase, estaba demasiado triste cómo para verla únicamente a través de una pantalla. “¿Cuántas noches tendrán que ser así?”, le escribía por WhatsApp.
Las videollamadas fueron la única manera en la que teníamos de ver a nuestros amigos y familiares. Eran horas y horas pegados al teléfono hablando con unos y con otros. Nunca he sido mucho de estar hablando horas por teléfono, pero durante estos meses de confinamiento lo sentía como una necesidad. Era bastante agradable cuando inesperadamente te llamaba alguien para preguntarte que tal habías pasado el día y cuáles eran las cosas que habías hecho hoy. “Nada, he sacado un rato a mi perra. Parece como si ella también tuviera miedo, no tiene ganas de salir”, decía. “Se me ha hecho muy raro ver a mi vecina Rosi con mascarilla y más aún saludarla desde la otra acera”, proseguía.
Era bastante raro salir y ver las calles vacías, sin un alma y sobre todo en mi barrio, donde la gente está bastante acostumbrada a pararse en tu puerta, echarse un cigarro y beberse una lata de cerveza mientras charlaba con su vecino. Eso ya no pasaba, y dudaba mucho que fuese a pasar hasta pasado unos cuantos meses.
Mi padre, un señor de 68 años y bastante escéptico con lo ocurrido me decía: “Este Gobierno nos quiere hundir. Como no salgamos a gastar la gente se va a morir, pero de hambre”. En parte lo que le pasa era que tras 68 años de vida, era la primera vez que se sentía encerrado. Le gustaba salir por las mañanas, fumarse su cigarro en la terraza de cualquier bar de mi barrio mientras se bebía una copa de Terry.
En parte eso amargaba más aún su carácter, lo que nos afectaba a todos en casa. Estar encerrada en tu casa con tu padre, un jubilado que no acepta las normas impuestas no ayuda mucho a digerir la situación. Eran continuas las peleas y ya no disponíamos de la posibilidad de salir de casa y despejarte un rato. En ocasiones, aprovechaba y salía tres veces de casa, una para sacar a la perra, otra para tirar la basura y la tercera para... comprar, sacar a la perra de nuevo o cualquier otra excusa. En una de esas me encontré con una vecina y mejor amiga de mi madre. “Nani, mi padre me tiene loca. No para de renegar durante todo el día”, le decía llorando.
Mi madre, por el contrario, sentía miedo. En su trabajo eran más de 100 personas y no entendía cómo no dejaban de trabajar o no reducían la plantilla. “María, somos más de 100 personas, trabajando con mascarilla sí, pero casi no hay ventilación en el almacén. Como se contagie una, verás tú.”. Su preocupación era mayor que la de mi padre y en ocasiones ambas hablábamos de la inconsciencia que lo envolvía. “Antonio, que tú eres muy mayor, más que nadie tienes que entender que si lo pillas puede pasarte algo y más con lo que fumas”, le decía mi madre a mi padre, aunque él solo decía: “Esto es todo cuento Chino, nunca mejor dicho”.
A pesar de las discusiones en casa debido a la ansiedad de estar encerrados, conseguimos pasar buenos momentos juntos. Decidimos que la única manera que teníamos de calmar a mi padre era jugando al Dominó, ya que no podía reunirse con sus amigos nosotras jugaríamos con él. Aunque creo que no le hizo mucha gracia ver que su mujer e hija, quienes acaban de aprender, sabían utilizar muy bien sus tácticas, sobre todo cuando le ganábamos.
Quedábamos por la tarde, a eso de las 18:30 hrs, jugábamos a un par de partidas y las apuntábamos en un papel, para retomar el torneo al día siguiente. Hacíamos tiempo hasta las deseadas 20:00 hrs cuando los vecinos nos reuníamos, cada uno en su porche, ventana o balcón, para aplaudir en forma de agradecimiento a los sanitarios que trabajaban para intentar frenar esta pandemia. Daba alegría encontrarse con vecinos, aunque fuese a varios metros de distancia. Nos saludábamos, a penas hablábamos diez minutos, nos contentaba mantener contacto con gente del exterior, pero a su vez las ganas de socializar parecían haber disminuido.
Llegaba la noche y a su vez lo que más me divertía. Andrea me llamaba todas las noches antes de dormir, hablábamos durante horas y nos contábamos todo lo que no habíamos hecho durante el día. Nos decíamos todo lo que íbamos a hacer en cuanto saliese. “En cuanto nos dejen movernos entre provincias, aprovechamos que tenemos que ir a Sevilla a por cosas y nos quedamos en casa una semana”, decía una de las dos. Era lo que más me mantenía viva, pensar que en algún momento volveríamos a salir de casa y veríamos a las personas que más falta nos hacían.
Aprovechábamos esas videollamadas y con un poco de maña conseguíamos poner de fondo algún paisaje de a donde nos gustaría poder viajar en cuanto tuviésemos la oportunidad. Poníamos fotos de Londres, Nueva York, Andorra, etc. Cogíamos una cerveza y disfrutábamos del paisaje. Jamás imaginaria que lo mejor de mi día viniese a la noche, a través de una pantalla, cuando jugaba a imaginar que estaba viajando.
La ilusión era lo único que nos mantenía positivos, eso y las distracciones. Estábamos empeñados en distraernos y que el encierro en casa más las cifras de nuevos contagios y muertes no nos afectase. “Son 210.733 contagiados y 23.822 los fallecidos”, comparecía Fernando Simón el 27 de abril de 2020. Yo también me uní y para que la pena y el aburrimiento no me invadiera decidí probar con la repostería. Tras coger algunos kilos de más, puesto que la vida era plenamente sedentaria, decidí probar con una dieta keto, basada en no comer carbohidratos, combinándola con el deporte. Patry Jordan formó parte de mi vida durante menos de dos semanas. “La intención es lo que cuenta”, me dije a mi misma cuando decidí no practicarlo más.
Pese a que el deporte no sirvió de mucho, el confinamiento me ayudó a cambiar mis hábitos alimenticios, dejé alrededor de 10 kilos, y aunque no me sentía capaz de hacer deporte en diez metros cuadrados de habitación, me forzada para no estar todo el día sentada.
Los cumpleaños dejaron de celebrarse, al menos como estábamos acostumbrados. Recuerdo que cada vez que alguna de mis amigas sumaba un año más de vida, esperábamos hasta las 00:00 hrs y nos llamábamos , festejando algo que físicamente no podríamos hacer hasta que llegase la oportunidad.
Alba, una de mis amigas, fue la única que pudo disfrutar de nosotras en sus 20. Era extraño, apenas éramos seis personas, y casi ni nos acercábamos, sobre todo al principio. Nos costaba retomar la confianza, y es que aún sabiendo que no salíamos de casa y que la posibilidad de estar contagiados era diminuta, siempre estaba ahí el miedo. Cada una llevaba su propio gel hidroalcohólico, para no tener que pedirselo a la de al lado.
El 12 de junio, aún en plena desescalada, cuando la movilidad entre provincias andaluzas se permitían, mis amigas decidieron volver a quedar. Era la segunda vez que lo hacíamos, no queríamos juntarnos demasiado, sabíamos que pese a ser posible, no era lo más adecuado. Disfrutábamos de la tarde, que pese a ser aún un poco fría era verano. “¿Me echabas de menos?”, dijo Andrea. No sabía si de verdad estaba pasando, me quedé bloqueada y a penas fui capaz de abrazarla. Decidió venir de sorpresa, para quedarse un fin de semana en Almería y poder disfrutar de las 48 horas que se nos había permitido.
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